viernes, 25 de octubre de 2013

Casio

Antenoche tuve una pesadilla. Soñé que por algún motivo necesitaba sumar tres más ocho pero no lograba recordar el resultado. Como necesitaba pronto la respuesta fui hasta mi escritorio, busqué mi Casio y luego de sumar tres-más-ocho, observé el diez en la casilla del total. Aunque en el sueño había olvidado cuando era tres más ocho y lo justo era creer en mi Casio que nunca me ha fallado, sentí una extraña sensación al ver el uno y el cero juntos, como si fuesen piezas de rompecabezas que no encajan. Lleno de inseguridad en mi sueño, como casi siempre en la vida real, decidí verificar de alguna forma que todo estuviese saliendo bien. -Si tres más ocho es diez -me dije a mi mismo- entonces diez menos ocho debe ser tres. Me sentí satisfecho por descubrir que aunque escaso de memoria, no lo era de análisis. Turno de nuevo para mi Casio en la que escribí diez-menos-ocho y obtuve cinco. Me tomé un tiempo para deducir que si ahora diez menos ocho era cinco, al menos cinco más ocho debería ser diez. Volví a la calculadora y tras el cinco-más-ocho obtuve siete.

No recuerdo cuanto tiempo estuve haciendo lo mismo, porque cuando tengo ansiedad pierdo la habilidad de estimar la duración de las cosas así como suelo perder la memoria en los sueños. Me desperté nervioso y con el corazón a doble ritmo. Luego de abrir los ojos, me costó un par de minutos asimilar de nuevo donde estaba, aunque casualmente el escenario de mi sueño había sido ese mismo cuarto. Finalmente, como una ráfaga, llegó a mi cabeza una explicación (esa maldita manía de tratar de explicar todo lo que me pasa) sobre el sueño, los número y mi Casio.

Entendí como leyendo un manual, que cada número era alguien que conocía y que los signos más no eran sumas, ni los menos restas ni mucho menos los iguales significaban resultados. Los signos eran formas de relacionar a estas personas y por eso, bajo los caprichos de la vida y el azar social, ninguna operación resultaba como esperaba. Por eso esto daba eso y de vuelta daba aquello. Por eso no era lo mismo sumar o restar. No me imagino a quién habría llegado si en vez de sumas hubiese multiplicado o dividido.

Luego del sueño, ese día todo salió bien. Me levanté pensando en doce y con la tranquilidad de que mi Casio luego de todos estos años sigue funcionando perfectamente. A mí me tocó ser el siete esta vez.

Juan
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miércoles, 2 de octubre de 2013

Cucarachas

De las cucarachas tengo claras dos cosas: primero, que ningún otro animal me produce una sensación de asco similar. Segundo, que es curioso que, habiendo tantas habilidades sorprendentes en el mundo natural, su capacidad  de supervivencia ante un holocausto nuclear tenga tanta fama. Lo del asco está más que justificado, pues las cucarachas son uno de los mayores transmisores de enfermedades por contaminación de alimentos. Sin embargo, en lo personal, es el macabro movimiento antena-pata el que despierta, desde lo más profundo de mí, los mayores niveles de repugnancia.

Ahora bien, el asunto de la supervivencia a las explosiones nucleares me causa mucha curiosidad porque a primera vista nos presenta una imagen de insecto indestructible y poderoso. Y como no pensarlo, si se ha comprobado que las cucarachas pueden resistir radiaciones ionizantes 12 veces superiores a las que los humanos toleramos. Sin embargo, la idea de grandeza e invulnerabilidad de las cucarachas puede desmentirse de un pisotón, en este caso, hablando literalmente. Es así como llegamos a las dos caras de un animal tan enigmático como repudiable. Por un lado la no despreciable habilidad de sobrevivir a una explosión nuclear y por el otro la fragilidad de morir aplastado fácilmente ante cualquier golpe de suela de zapato.

Fortaleza, fragilidad y repugnancia, características que llevan a una sola conclusión: no somos tan diferentes a las cucarachas. Sin embargo, hay algo que nos distingue diametralmente, a ellas les importa un bledo si las consideramos asquerosas o excepcionales mientras les dejemos residuos para picar en los rincones y la basura, mientras que nosotros somos cucarachas que vamos por la vida pretendiendo hacer creer que todos nuestros problemas son bombas atómicas cuando realmente tienen formas de zapato, otros de bota y algunos incluso de chancleta.

Juan
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miércoles, 4 de septiembre de 2013

Tripas

El sábado amanecí en la clínica por culpa de un dolor infernal en la boca del estómago. La doctora que me atendió, luego de amasarme la barriga preguntando por las sensaciones en diferentes zonas abdominales, diagnosticó con certeza “crisis de gastritis”, ante lo que me alarmé como cada vez que escucho la palabra crisis. Me inyectaron en cada nalga, me recetaron unas pastillas y un jarabe y me mandaron a la casa sano y salvo. Dormí casi todo el día y aunque aún siento un ligero dolor, la sensación no se compara a la producida por la pelota de ping-pong que daba vueltas esta mañana entre mi esófago. Para mi fortuna, la susodicha pelota ahora parece más un Bubbaloo.

Como era de esperarse, me pasé toda la noche leyendo sobre el aparato digestivo hasta estar preparado para operar cualquier tipo de complicación. Al final de esta consulta, lo que más me asombró no fue la hermosa complejidad con la que funciona este sistema sino la inexplicable dedicación al trabajo que tienen las piezas que lo componen. La gran mayoría de éstas trabajan 24 horas durante 7 días de la semana, alejadas del protagonismo producto de la vanidad (del que gozan muchos órganos externos) y relevadas incluso a permanecer en la penumbra de nuestros cuerpos de por vida. Sin excusas, trabajan como mineros explotados, a los que dudo se les haya preguntado alguna vez si están de acuerdo con sus condiciones laborales o si les parece justo no tener vacaciones remuneradas.

Luego caí en cuenta de que su desgracia no termina ahí. Muchos de estos órganos son recordados por sus dueños solo en aquellas ocasiones en las que, por razones que se les salen de las manos, fallan. Como el módem de la casa, del que solo nos acordamos cuando los vídeos de youtube se ponen lentos o perdemos un partido de FIFA 13 por problemas de conexión. Además, el imaginario colectivo ha asociado esos hermosos y fieles órganos con el concepto de fealdad. Nadie quiere verse por dentro, así como a nadie le interesa ver un carro desde abajo. En un mundo realmente justo el estómago debería estar por fuera, en un trono desde el que pueda ver como todos los ovacionamos, y los dedos meñiques por dentro, olvidados por flojos, perezosos y lelos.

Me pregunté varias veces qué se sentirá ser un bazo o qué motivará a mi duodeno a no quejarse cada 15 días por las horas extras trabajadas que jamás le he pagado. Finalmente entendí que lo que yo consideraba desdicha, para ellos es felicidad. Tal vez mi esófago no volverá a molestar siempre y cuando yo prometa alejarme de cualquier cirugía que altere la tranquilidad del ecosistema que llevo dentro y no lo exponga a ver la luz de este mundo de mierda. Tal vez mi hígado no entra en huelga porque disfruta estar encerrado entre mis tripas, trabajando noche y día junto a otros órganos, pero alejado de la gente detestable y traicionera que habita este planeta. Tal vez yo sería un páncreas, en vez de una persona, si alguien me hubiese dejado elegir.

Juan
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