miércoles, 4 de septiembre de 2013

Tripas

El sábado amanecí en la clínica por culpa de un dolor infernal en la boca del estómago. La doctora que me atendió, luego de amasarme la barriga preguntando por las sensaciones en diferentes zonas abdominales, diagnosticó con certeza “crisis de gastritis”, ante lo que me alarmé como cada vez que escucho la palabra crisis. Me inyectaron en cada nalga, me recetaron unas pastillas y un jarabe y me mandaron a la casa sano y salvo. Dormí casi todo el día y aunque aún siento un ligero dolor, la sensación no se compara a la producida por la pelota de ping-pong que daba vueltas esta mañana entre mi esófago. Para mi fortuna, la susodicha pelota ahora parece más un Bubbaloo.

Como era de esperarse, me pasé toda la noche leyendo sobre el aparato digestivo hasta estar preparado para operar cualquier tipo de complicación. Al final de esta consulta, lo que más me asombró no fue la hermosa complejidad con la que funciona este sistema sino la inexplicable dedicación al trabajo que tienen las piezas que lo componen. La gran mayoría de éstas trabajan 24 horas durante 7 días de la semana, alejadas del protagonismo producto de la vanidad (del que gozan muchos órganos externos) y relevadas incluso a permanecer en la penumbra de nuestros cuerpos de por vida. Sin excusas, trabajan como mineros explotados, a los que dudo se les haya preguntado alguna vez si están de acuerdo con sus condiciones laborales o si les parece justo no tener vacaciones remuneradas.

Luego caí en cuenta de que su desgracia no termina ahí. Muchos de estos órganos son recordados por sus dueños solo en aquellas ocasiones en las que, por razones que se les salen de las manos, fallan. Como el módem de la casa, del que solo nos acordamos cuando los vídeos de youtube se ponen lentos o perdemos un partido de FIFA 13 por problemas de conexión. Además, el imaginario colectivo ha asociado esos hermosos y fieles órganos con el concepto de fealdad. Nadie quiere verse por dentro, así como a nadie le interesa ver un carro desde abajo. En un mundo realmente justo el estómago debería estar por fuera, en un trono desde el que pueda ver como todos los ovacionamos, y los dedos meñiques por dentro, olvidados por flojos, perezosos y lelos.

Me pregunté varias veces qué se sentirá ser un bazo o qué motivará a mi duodeno a no quejarse cada 15 días por las horas extras trabajadas que jamás le he pagado. Finalmente entendí que lo que yo consideraba desdicha, para ellos es felicidad. Tal vez mi esófago no volverá a molestar siempre y cuando yo prometa alejarme de cualquier cirugía que altere la tranquilidad del ecosistema que llevo dentro y no lo exponga a ver la luz de este mundo de mierda. Tal vez mi hígado no entra en huelga porque disfruta estar encerrado entre mis tripas, trabajando noche y día junto a otros órganos, pero alejado de la gente detestable y traicionera que habita este planeta. Tal vez yo sería un páncreas, en vez de una persona, si alguien me hubiese dejado elegir.

Juan
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