Hace ya unos 5 meses que terminé en Estados Unidos, viviendo entre desalmadas hamburguesas y vecino de algunos tacos precocidos. Antes de llegar, convencido de las maravillas de la comida rápida verdaderamente rápida, hacía cuentas que incluían almuerzos más baratos que un corrientazo en los que planeaba quebrar la confianza americana, y de paso al sistema, tomando navegables cantidades de gaseosa (cuando fuese ilimitada, por supuesto). En algún momento pensé que a partir de cierta cantidad de servidas, ellos perdían y yo ganaba. No podía estar más equivocado: uno siempre pierde.
La cosa no es simple. Yo, al menos, siempre me consideré “de fácil adaptación al cambio” y de un espíritu y estomago juvenil capaz de digerir cualquier porquería. Al final ha resultado que no. Que si bien sigo convencido de que me describirían en una entrevista de Señal Colombia como alguien “pilo y descomplicado”, mi estomago es más Colombiano que mi pasaporte (y con esto me refiero a habituado y no a come mierda). En cuestión de días, el sabor imaginario de la comida chatarra del norte del continente que fabriqué viendo miles de comerciales de televisión, se desvaneció por el real, simple, y que hace revolver el estomago.
Unas semanas luego de llegar, me atreví a cocinar almuerzos para llevar al trabajo, recordando siempre que jamás había cocinado nada de verdad (asar salchichas con el tenedor directamente sobre el fogón no cuenta). El experimento no salió mal y, excepto por un par de malas mediciones que resultaron en varios portacomidas llenos de espagueti para casi una semana completa, el sabor estuvo aceptable y el estomago contento.
Como era de esperarse, las pastas con pollo y champiñones de la primera semana se convirtieron en arroz y frijoles en la segunda y luego en un sándwich de atún. Hace unos meses, por ejemplo, almorcé huevos revueltos por una semana.
Una vez, ansioso por probar de nuevo alguna delicia gastronómica tradicional de Bucaramanga, me di en la tarea de buscar algún restaurante en el que pudiera, a través de un buen plato, sentir que estaba de vuelta en casa. Finalmente, y aunque jamás igual al elaborado por generaciones de Santandereanos, encontré un arroz chino que casi me baja una lagrima.
Alguien tiene que enseñarle a esta gente a comer o al menos a etiquetar las botellas con “agua blanca” y no con “leche”, porque todas las mañanas mi cereal flota sobre un éter soso ni cercano a la “milk” prometida en el empaque.
Mi factura del mercado cada vez es más coherente y ya sé preparar un par de cosas a medias. Probablemente como ya estoy más cerca del pasaje de vuelta que el de ida, mis tripas han decidido taparse los ojos y no poner problema, así que de vez en cuando, me paso por el Taco Bell cerca del trabajo y almuerzo allá, donde sé que me escupen la comida, pero al menos me atienden en español.
Juan @jmrey11
me lo imagine portando una diarrea herculeana durante semana y media; ano resentido, mirada perdida, papel higienico en el bolsillo. que risa que no le haga daño una pizza-muerto cargada de billones de bacterias prehistoricas pero si comer en tacobell, c'est la vie amiguito mio
ResponderEliminarLa comida sana a la cual uno está acostumbrado en Colombia no se puede encontrar en gringolandia, donde la causa principal de muertes es el cáncer de cólon. Juan, hiciste muy bien en cocinar tu propia comida, cosa que yo he hecho desde hace treinta años pues aprendí rápido que asi era como sobreviviría. Es muy duro vivir lejos del caldo de papa al desayuno acompañado de arepa y chocolate. Pero uno se las puede ingeniar en USA para alimentarse sin envenenarse.
ResponderEliminarGracias por tu comentario que, de paso, me puso como perro hambriento a babear hocico. Sigo sin ser un experto en la cocina, pero de hambre no me he muerto. Esperamos que nos sigas leyendo y comentando. Saludos.
ResponderEliminarJuan