jueves, 9 de febrero de 2012

X Men: Deadly Genesis - Ed Brubaker, Trevor Hairsine y Marc Silvestri (cubiertas)

Un oscuro y pegajoso secreto del Profesor X es divulgado por uno de sus poderosos y sobre todo fastidiosos esqueletos de su sucio armario. Una clásica historia en línea recta con algunos flashbacks que van aclarando la trama y dejando ver un poco más sobre ciertos misteriosos y nuevos personajes.

No contará con los diálogos más profundos o elaborados del mundo, pero X-Men nunca ha tenido necesidad de tenerlos para ser un cómic entretenido y enganchar a la gente como lo ha venido haciendo durante muchos años. La historia definitivamente mantiene al lector pendiente y a la expectativa de qué pudo ser eso tan malo qué hizo Xavier; Los flashbacks son un viejo truco, que resulta una vez más en Deadly Genesis como un elemento perfecto para entretener al espectador y hacerlo querer averiguar más sobre lo que sucederá con los protagonistas de las historias paralelas que finalmente terminan enlazándose para darle más sentido al final.

Recomendado a todos los fans de X-Men, en especial a los que les encanta lo siguiente:

-Ver a Scott (Cyclops) actuando como un clichesudo héroe.
-No esperar nunca nada torcido sobre Charles Xavier.
-Ver a Wolverine interactuando con sus compañeros poniéndoles apodos ofensivos pero que al parecer a nadie le importa o simplemente ya se acostumbraron.



tobiasarturo.
Obviamente la imagen no nos pertenece.

lunes, 6 de febrero de 2012

Pedalear mientras se camina después de montar bicicleta.

Después de muchos años de no montar bicicleta me animé a hacerlo. Andar en cicla por Bogotá es de las cosas menos agradables que he hecho en mucho tiempo, no sé si es porque era sábado o porque yo me quejo por todo o las dos cosas. La ciclorruta es una excelente idea excepto porque es todo un reto transitar por ella debido a que a los peatones les encanta andar por la mitad de esta. En muchas partes tienen justificado hacerlo, ya que los vendedores ambulantes se tomaron por completo los andenes y a la gente no le queda otro espacio para caminar que la ciclorruta.

Entonces mi paseo se convirtió en una colección de gritos que iba desde ¨permiso¨, ¨cuidado¨, ¨quite diahi¨ hasta ¨señora, estorba¨. Mi ejecución del pedaleo no es muy hábil y me volvía más torpe cuando tocaba cruzar una calle y ponerle atención a ambos lados para no terminar en la primer página de El Espacio bajo un título con un juego de palabras bien discapacitado.


Como hace tanto tiempo el único esfuerzo físico que hacía era caminar de la casa a la universidad y de la universidad a la casa, mi cuerpo colapsó y tuve que almorzar dos veces. El primer almuerzo fue en mi casa, un ajiaco bien regular pero que igual ¨me lo empaqué¨ entero, el segunda fue en la mitad del recorrido en bicicleta, una Big Mac en combo. Al terminar la aventura en bicicleta por Bogotá, que incluyó el desarrollo de una habilidad para localizar y esquivar charcos de aguamierda, tenía otra vez hambre y decidí erradicarla con una pizza de Domino’s, mi favorita hasta el momento de la ciudad.

Terminé con el cuerpo destruido y unos siete años y medio menos de vida gracias la insaludable dieta (Taco Bell, Burguer King, Domino’s, McDonald’s) que llevé desde el viernes hasta el domingo.



Para recordar: Bogotá está llena de mierda.

tobiasarturo.

sábado, 4 de febrero de 2012

Ese pueblo a la entrada de Pereira

Rondeón es un pueblo de Risaralda. Para llegar hasta allá se toma un desvío por una entrada a Pereira, muy distinta a la que yo estoy acostumbrado, y subiendo una loma por una carretera destapada se llega al pueblo. De lejos, cuando en la distancia se ve Pereira, también se ve Rondeón. Y se distingue su iglesia en el centro, unas casas color piedra muy al estilo de Barichara y el cielo claro y despejado porque detrás no se ven más montañas. Se ve el pueblo completo porque es un pueblo pequeño, pero sobre todo se distingue eso que hace especial a Rondeón: una especie de camino elevado, macizo, como si fuera una especie de canal de concreto que dirige el paso a través de todo el pueblo. A lo lejos, se ven muchas curvas y el camino es de un tono café similar al del pueblo entero pero de cerca es rojo encendido en una dirección y azul rey en la otra. Los dos tramos se unen en un punto de piedra, al estilo de un camino clásico, cuyo nombre estereotipo asusta: el pasaje del silencio. Y asusta no porque sea un lugar tenebroso ni mucho menos un cliché, sino porque en un pueblo tan extraño y surreal como Rondeón cualquier contraste es suficiente para matar de la impresión a alguien. La entrada al pueblo se hace por unas escaleras al lado de una muralla que rodea a todo el municipio, y ya arriba se baja a las calles y casas por el camino. El pueblo de resto no tiene nada extraño: es un pueblo común y corriente con gente, casas, tiendas, parque y vida normal.

Obviamente Rondeón no existe, pero recién me desperté hoy habría apostado lo que fuera a que si estuve allá y entré al pueblo, y de lejos vi el camino mientras iba llegando a Pereira. Fue mi idea la de desviarnos del camino para ir a conocer esta maravilla de lo bizarro porque, según pasaba en el sueño, un amigo ya me había comentado de lo interesante que era este destino. Me levanté convencido de que en algún lugar de Colombia tenía que existir Rondeón, pero ni Wikipedia ni Google dieron razón de algún espacio en la geografía nacional, o incluso del mundo entero, con este nombre. Conforme fue pasando el tiempo mi cerebro terminó de despertar y se convenció finalmente que todo había sido producto de la imaginación.

Pueblos como Rondeón a lo mejor ni existen. Es tal la mentira que ni el corrector automático acepta la ortografía de la palabra. Pero lugares como este se alimentan de recuerdos de sitios espectaculares al borde de las carreteras. Espacios que en medio de horas y horas de manejar aparecen por un ratico, porque no se puede parar, y lo único que queda es el recuerdo de haberlos visto por encima. Yo por ejemplo tengo varios: un pasaje lleno de arboles y flores cruzando un puente en una esquina de Iza en Boyacá, las tierras onduladas y fértiles en la carretera para entrar a Montería desde Medellín o una cima pequeña desde donde se ve el desierto en la Guajira y al fondo una tormenta en la que nadie quisiera caer. Viajar por carreteras a veces es tedioso y manejar por horas agota, hasta un nivel crítico, las energías de cualquiera, pero definitivamente es uno de los mejores regalos de la vida. Una oportunidad para salir de la rutina de forma radical y alimentar las esperanzas de algún día encontrar un lugar tan increíble y especial que haga parecer a Rondeón como un pueblo cualquiera a la entrada de Pereira.

Jose @joserueda123

viernes, 3 de febrero de 2012

Otras vidas

En una vida paralela, ni los videojuegos ni el gen hereditario me nublaron la vista, así que la necesidad de gafas para al menos distinguir a la personas nunca fue excusa para alejarme del fútbol. Fiel al juego de los fines de semana y luego de que mi padre aceptara el crecimiento exponencial de mi habilidad con el balón, me convertí en estrella de la escuela de fútbol a la que me matricularon. Un día un cazatalentos argentino se fijó en mí y sin más esfuerzo que su habilidad natural para cambiar las yes y elles por ches, convenció al entrenador de entregarle mi pase. Año y medio después debutaba en la profesional y daba entrevistas como un experto refiriéndome al técnico como “profe” mientras me limpiaba los mocos con la camisa. Mi primera y única convocatoria a la selección fue en un amistoso cero a cero contra Honduras en Miami, que luego conté a mis nietos con el fervor ridículo con que algunos aun sacan pecho por el 5 a 0. Una carrera sin pena ni gloria terminada cuarentón en un equipo de Vaupés que claro, en esta vida paralela nunca existió.

En otra vida paralela, logré coordinar modestamente los pedales, el timón y los cambios. Me dieron el pase no por haber terminado de pagar el curso si no porque de verdad estaba apto para llevarlo en mi billetera. Irresponsable como en casi todas las posibles vidas paralelas, me endeudé por un par de multas que me llevaron a buscar algunos empleos temporales. Encariñado con las quincenas, decidí salirme de la carrera para sentir la independencia de pagar recibos y endeudarme con el primer banco que me endulzara el oído por teléfono. No me fue mal, vivía con lo que había, no mucho, pero había. Enterrado entre cifras negativas intangibles que traducían años de trabajo, al final ni me di por enterado que pasó con los intereses, las sumas y las resta. En el fondo nunca me importó, bastante me costaba entender el concepto del dinero físico, como para matarme la cabeza entendiendo el plástico.

En otra vida paralela, tomé valor y luego de dar tres pasos de impulso comencé a correr para saltar desde la cascada de la que todos mis amigos y amigas habían saltado. Justo en el momento de dar el último paso para volar en el vacío (de un par de metros de altura), la maleza babosa que cubría las piedras me hizo resbalar y caer hacía la zona en la que habían advertido, los primeros en saltar, que no debíamos caer. En el par de segundos que volé aparatosamente en el aire, no pude escuchar la carcajada colectiva porque el miedo me invadió ensordeciéndome con un pitido tipo prueba de sonido. Uno sobre una cifra de unos 6 dígitos era la probabilidad de caer sobre esa parte de mi espalda justo en esa roca, pero la suerte que nunca juntó tres sietes cuando apostaba en la ruleta, esta vez se confabuló con la gravedad para lograrlo. Luego de cumplir el tiempo en el que la broma de la falta de reacción se convierte en sospecha, me llevaron hasta la orilla donde gasté mi último y dramático suspiro para decirles “se los dije”. Todo, todo igual a como lo pensé esa vez que no tuve el coraje de lanzarme.

En esta vida paralela no salté de la cascada, uso gafas y no aprendí a manejar. Muy diferente a las otras, excepto porque acá tampoco he entendido el concepto del dinero plástico, la selección empata con Honduras y nunca he juntado tres sietes en la ruleta.

Juan @jmrey11