En una vida paralela, ni los videojuegos ni el gen hereditario me nublaron la vista, así que la necesidad de gafas para al menos distinguir a la personas nunca fue excusa para alejarme del fútbol. Fiel al juego de los fines de semana y luego de que mi padre aceptara el crecimiento exponencial de mi habilidad con el balón, me convertí en estrella de la escuela de fútbol a la que me matricularon. Un día un cazatalentos argentino se fijó en mí y sin más esfuerzo que su habilidad natural para cambiar las yes y elles por ches, convenció al entrenador de entregarle mi pase. Año y medio después debutaba en la profesional y daba entrevistas como un experto refiriéndome al técnico como “profe” mientras me limpiaba los mocos con la camisa. Mi primera y única convocatoria a la selección fue en un amistoso cero a cero contra Honduras en Miami, que luego conté a mis nietos con el fervor ridículo con que algunos aun sacan pecho por el 5 a 0. Una carrera sin pena ni gloria terminada cuarentón en un equipo de Vaupés que claro, en esta vida paralela nunca existió.
En otra vida paralela, logré coordinar modestamente los pedales, el timón y los cambios. Me dieron el pase no por haber terminado de pagar el curso si no porque de verdad estaba apto para llevarlo en mi billetera. Irresponsable como en casi todas las posibles vidas paralelas, me endeudé por un par de multas que me llevaron a buscar algunos empleos temporales. Encariñado con las quincenas, decidí salirme de la carrera para sentir la independencia de pagar recibos y endeudarme con el primer banco que me endulzara el oído por teléfono. No me fue mal, vivía con lo que había, no mucho, pero había. Enterrado entre cifras negativas intangibles que traducían años de trabajo, al final ni me di por enterado que pasó con los intereses, las sumas y las resta. En el fondo nunca me importó, bastante me costaba entender el concepto del dinero físico, como para matarme la cabeza entendiendo el plástico.
En otra vida paralela, tomé valor y luego de dar tres pasos de impulso comencé a correr para saltar desde la cascada de la que todos mis amigos y amigas habían saltado. Justo en el momento de dar el último paso para volar en el vacío (de un par de metros de altura), la maleza babosa que cubría las piedras me hizo resbalar y caer hacía la zona en la que habían advertido, los primeros en saltar, que no debíamos caer. En el par de segundos que volé aparatosamente en el aire, no pude escuchar la carcajada colectiva porque el miedo me invadió ensordeciéndome con un pitido tipo prueba de sonido. Uno sobre una cifra de unos 6 dígitos era la probabilidad de caer sobre esa parte de mi espalda justo en esa roca, pero la suerte que nunca juntó tres sietes cuando apostaba en la ruleta, esta vez se confabuló con la gravedad para lograrlo. Luego de cumplir el tiempo en el que la broma de la falta de reacción se convierte en sospecha, me llevaron hasta la orilla donde gasté mi último y dramático suspiro para decirles “se los dije”. Todo, todo igual a como lo pensé esa vez que no tuve el coraje de lanzarme.
En esta vida paralela no salté de la cascada, uso gafas y no aprendí a manejar. Muy diferente a las otras, excepto porque acá tampoco he entendido el concepto del dinero plástico, la selección empata con Honduras y nunca he juntado tres sietes en la ruleta.
Juan @jmrey11